Muy de pequeña, acompañaba a mi madre, en horas de la tarde, al cementerio del pueblo. Mientras ella arreglaba los nichos familiares, era mi oportunidad para recorrer tumbas y bóvedas abandonadas, que las había y muchas. Rejas entreabiertas, ataúdes con grietas, fotos de personas jóvenes, niños...Figuras sepias, ajadas y poco nítidas.
En el recorrido, mis cinco sentidos se exaltaban hasta olvidar el tiempo transcurrido. Robaba flores frescas de las tumbas recién visitadas y las repartía en aquellas donde solo lucían alguna rosa de plástico, descolorida y llena de polvo.
En aquellos laberintos silentes, sombríos, rodeados de cipreses y algún que otro sonido de vida, en la copa de los árboles, encontré una antiquísima bóveda ruinosa, en cuyo interior, solo había un diminuto cajón con tapa de vidrio, dejando ver en su interior, un bebé momificado entre mortajas amarillas, roídas por el tiempo. Criatura embalsamada por la eternidad y el olvido.
De ahí en más, ese sería el primer sitio que visitaría con mis flores abarrotadas de colores, aromas que morirían a poco de marcharme. Y siempre pensaba en él...aun pienso en él. Será porque mi madre nunca supo decirme donde estaba enterrado uno de sus hermanos, que falleciera antes de cumplir un año de edad.
Rita Mercedes Chio