Cuando llegué al barrio, unos 30 años atrás, aun vivía una señora que solía contarme la historia de la zona, sus próceres y anécdotas de todo tipo. Más que interesante para mí, que soy una apasionada de las leyendas urbanas.
Contaba Doña Irma, muy cautelosa pero precisa, que cuando niña, moraba junto a sus padres frente a la Plaza principal. En aquellos tiempos, no había tantas construcciones y los terrenos se inundaban de rebosantes flores todo el año, hasta que llegaba el otoño y comenzaban con la poda y cuidados de los rosales. Rosales que maravillaban hasta los muertos. Eso decía la anciana con admiración.
Las flores se abrían radiantes para el orgullo de sus dueños, pero por la noche, la mayoría de ellas desaparecían. Ya era un caso de boca en boca e hizo que una tía de la señora Irma, decidiera pasar las noches despierta y descubrir qué era lo que estaba sucediendo. Y así fue que al tercer día, justo cuando la luna desafiaba la oscuridad de su patio delantero, vio llegar desde la calle empedrada, una diminuta niña de cabellos largos hasta la cintura, túnica blanca y descalza, atravesando el enrejado como por magia.
La pequeña, sin rosar el suelo, se deslizaba por entre las flores, tomando para sí, las más hermosas. La mujer testigo, asustada y sola, oraba y se persignaba ante tal revelación. Una vez que la niña hubo cortado algunas rosas, salió del jardín y entró en el de enfrente. Así, una y otra vez, ante la mirada asombrada de aquella mujer decidida también a seguirla de lejos. La tierna aparecida, con sus bracitos llenos de rozagantes flores, siguió su camino a escasos docientos metros del hecho e ingresó en una antigua y magnifica residencia abandonada (hoy un colegio) y desapareció.
Una vez conocido el caso, las autoridades de la Municipalidad junto al párroco de la Iglesia, abrieron aquella mansión una tarde de enero de 1945 y la recorrieron minuciosamente, hasta dar con un montículo de rosas secas y agrias, a los pies de un añoso algarrobo. De inmediato se ordenó escavar, de prisa, ya que la luz solar estaba disminuyendo. Los últimos y tenues rayos de sol, iluminaron los huesos de escaso tamaño que emergían de entre un vestido blanco, roído y mohoso. Allí se encontraba la dueña de las rosas: Matilde Sánchez Iriarte. Una niña de 8 años, fallecida de tétanos, dos décadas antes, a causa de una herida, producida por la espina de su rosal preferido.
Aunque se le diera cristiana sepultura, aun en estos tiempos, se comenta la continua desaparición de las rosas más bonitas, en el barrio de Villa Devoto. Ya nadie teme o se asusta.
Rita Mercedes Chio
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