Las moscas zumbaban, pesadas, negras y verdosas. A esa hora de la siesta, se le sumaron las chicharras y algún que otro chirrido de gorriones anidando, en los diminutos huecos de las construcciones.
La puerta enrejada y sin vidrio dejaba ver un cristo plateado, un pequeño altar adornado con carpetas de hilo bordado y dos floreros de cristal con agua mohosa. A la derecha, en un estante de cemento, dos ataúdes muy oscuros y antiguos. A la izquierda, de igual arquitectura, un féretro mediano, lustroso, abigarrado de flores marchitas y ajadas. Ahí adentro, el zumbido de las moscas era aterrador. A la altura de las manijas laterales del cajón, blancos gusanos entraban y salían, ciegos, amontonados, repugnantes.
Algunos caían al piso y se retorcían uno sobre el otro. Quedé inmóvil tratando de respirar lo menos posible. Traspiraba con la frente contra los barrotes, la mirada fija ante una escena terrorífica de la muerte. A lo lejos podía escuchar las voces de mis parientes avocados en sus tareas. Quieta, paralizada, asqueada...el sobresalto fue inevitable. Una paloma ingresó en la bóveda con bruscos aleteos y devoró uno a uno los gusanos regordetes que continuaban saliendo del ataúd. Se le sumaron algunos gorriones, inquietos, movedizos y culminaron el banquete en apenas unos minutos.
Corrí a lavarle las manos y la cara. El nauseabundo olor de la putrefacción, se había impregnado en mi ropa y cabello. Mi cabecita de niña, imaginaba un pequeño cuerpo, siendo fagocitado por larvas impiadosas y crueles.
Las aves, felices en las ramas de los cipreses, festejaban la vida.
Rita Mercedes Chio
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